miércoles, 28 de diciembre de 2011

Morbo.

Morbo. Era lo que veía, en todos. En cada gesto interesado, en cada palabra de asombro, en cada parpadeo. Frente al escenario sangriento que ocurría en la calle, docenas de personas se agrupaban con curiosidad palpable. Una vida se perdió, de manera desafortunada. Y todos veían en el asfalto, una anécdota que guardar, atesorar y recordar... Qué desagradable era contemplar a esa gente. Ancianos y niños. Peleándose por un lugar en la primera fila.

¡Pobre hombre!

¡Qué Dios lo tenga en su gloria!

¡Qué horrible suceso!

Un chico se había acercado demasiado al cuerpo inerte, y un oficial de policía tomándole por el hombro, lo obligó a retroceder. El movimiento brusco del chico, hizo que mi pie tropezara. 

—¡Eh chiquillo, cuidado! — Le dije. El chico me miró, detalló mi uniforme y bajó la vista haciéndose a un lado. Sí, ellos eran morbosos. Sin saberlo, sin querer. La muerte no se veía muy a menudo, y se vivía sólo en carne propia. Pero ahora estaba en la calle, en el aire de esa cuadra. En el cuerpo degollado de ese hombre. 

—¡Hacía atrás! ¡Gente, hacía atrás! — Gritaba un oficial. Me distinguió entre la multitud, y me hizo señas con las manos. Efusivo, contento. Qué sé yo. —¡Forense! ¡Eh, denle paso a la mujer!

Sí, la gente era morbosa. Pero supongo que no más que yo.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Estrellas y nieve.


En mi país no hay nieve. Sólo lluvias muy frías y días de mucho calor. En las noches, las estrellas no se distinguen muy bien; y en el campo tampoco. Pero está bien, porque te tengo a ti. Y lo digo por tus ojos, allí están todas las estrellas que necesito ver. Aunque tu personalidad sea la nieve que nunca he visto. Sí... Eres frío, pero no hay problema... Me gusta el frío y las estrellas también.

martes, 20 de diciembre de 2011

Entrada de desahogo.

Odio esto. La incapacidad de escribir lo que quiero, porque siento que es porquería o porque sé que a nadie le va a gustar. No es un bloqueo, no. Porque ciertamente sé que escribir. Tengo todo en mi mente y en mis dedos. Sólo esperando pulsar las teclas para dejarlo ir... ¡Pero no puedo! Mi cuerpo no quiere escribir, de repente se me van las palabras, los sinónimos, se me pierde la imaginación. Y me queda sólo un hilo de pensamiento: "Ésto es basura" o en su defecto: "Ésto no tiene sentido". Lo que da cabida a cavilaciones que terminan en lo inútil que es escribir si mi carrera no va a depender de ello, o que nadie va a valorar lo que creo. Entre otros pensamientos de esa estirpe.

Soy insegura en cuanto a eso, eso lo sé. Pero... es inmensamente desesperante y agobiante no poder deshacerse de esa mentalidad pesimista. 

PD: Ahora tengo muchísimas ganas de maldecir e insultar... Pero aquí no lo voy a publicar.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ojitos rojos


El hombre despertó desconcertado,
 Tumbado en el suelo y sin zapatos.
Permaneció mucho tiempo allí, sin hacer nada más que mirar el techo oscuro,
Donde sonrisas macabras tomaban forma.

Y en la neblina de su somnolencia,
Escuchó, de repente, un susurro rasposo.
Un lenguaje exótico, seductor y peligroso,
Que no llegó a comprender.

Su cabeza se sintió pesada,
Cuando se irguió con lentitud.
El tenso aire de la estancia lo agobió,
Y un olor putrefacto le produjo arcadas.

Luego, escucho risas.
Risas infantiles provenientes de todos lo rincones.
Tapó sus oídos con sus temblorosas manos,
Y se apretujó contra sí mismo.

Una emoción eufórica,
Lo azotó como las olas a un acantilado.
Y se sintió turbio, sucio y asustado.
Pequeño e indefenso contra las sombras que lo rodeaban.

Y luego vio unos ojitos rojos.
Pequeños como los de un conejo asustado.
Brillantes y redondos.
Que lo miraban fijamente.

El hombre no parpadeó,
Miraba a los dos luceros rojos frente a él,
Porque no veía nada más,
Sólo negrura espesa y sofocante.

Hola, mi señor.

Fue apenas un murmullo,
Un ronroneo suave y gentil que llegó a sus oídos,
Con una voz angelicalmente malévola.

¿Quién eres?

Pudo tartamudear el hombre, 
Sin embargo, no recibió respuesta.
Sólo la caricia helada de una garra en su cuello.

Confundido y con la presión, que precede al terror en su pecho,
Se puso de pie y retrocedió hasta chocar con la pared.
Jugó, entonces, a que era valiente.
Y que aquella situación, por demás fantasiosa, no le afectaba en lo absoluto.

Y vigiló su puesto, con sus ojos fijos en cualquier movimiento extraño.
En cualquier par de puntos rojos.
Atento a los murmullos que rondaban su cabeza,
Y al palpitar salvaje de su corazón.

Fue así durante unos minutos, en los que el hombre,
Creyó estar rodeado de monstruos que lo comerían en cualquier momento.
Sollozando cuando sentía la caricia de la muerte rozar su piel,
O cuando sus ojos asustados, vislumbraban el resplandor rojo de un ojitos redondos.


Y sólo ocurrió cuando por fin él creyó que todo había terminado.
Que la niña de ojos rojos y dientes puntiagudos,
Le tomó por el costado, aullando como lo haría un animal salvaje,
Mordiendo como lo haría una bestia hambrienta.


Gabriela.