miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ojitos rojos


El hombre despertó desconcertado,
 Tumbado en el suelo y sin zapatos.
Permaneció mucho tiempo allí, sin hacer nada más que mirar el techo oscuro,
Donde sonrisas macabras tomaban forma.

Y en la neblina de su somnolencia,
Escuchó, de repente, un susurro rasposo.
Un lenguaje exótico, seductor y peligroso,
Que no llegó a comprender.

Su cabeza se sintió pesada,
Cuando se irguió con lentitud.
El tenso aire de la estancia lo agobió,
Y un olor putrefacto le produjo arcadas.

Luego, escucho risas.
Risas infantiles provenientes de todos lo rincones.
Tapó sus oídos con sus temblorosas manos,
Y se apretujó contra sí mismo.

Una emoción eufórica,
Lo azotó como las olas a un acantilado.
Y se sintió turbio, sucio y asustado.
Pequeño e indefenso contra las sombras que lo rodeaban.

Y luego vio unos ojitos rojos.
Pequeños como los de un conejo asustado.
Brillantes y redondos.
Que lo miraban fijamente.

El hombre no parpadeó,
Miraba a los dos luceros rojos frente a él,
Porque no veía nada más,
Sólo negrura espesa y sofocante.

Hola, mi señor.

Fue apenas un murmullo,
Un ronroneo suave y gentil que llegó a sus oídos,
Con una voz angelicalmente malévola.

¿Quién eres?

Pudo tartamudear el hombre, 
Sin embargo, no recibió respuesta.
Sólo la caricia helada de una garra en su cuello.

Confundido y con la presión, que precede al terror en su pecho,
Se puso de pie y retrocedió hasta chocar con la pared.
Jugó, entonces, a que era valiente.
Y que aquella situación, por demás fantasiosa, no le afectaba en lo absoluto.

Y vigiló su puesto, con sus ojos fijos en cualquier movimiento extraño.
En cualquier par de puntos rojos.
Atento a los murmullos que rondaban su cabeza,
Y al palpitar salvaje de su corazón.

Fue así durante unos minutos, en los que el hombre,
Creyó estar rodeado de monstruos que lo comerían en cualquier momento.
Sollozando cuando sentía la caricia de la muerte rozar su piel,
O cuando sus ojos asustados, vislumbraban el resplandor rojo de un ojitos redondos.


Y sólo ocurrió cuando por fin él creyó que todo había terminado.
Que la niña de ojos rojos y dientes puntiagudos,
Le tomó por el costado, aullando como lo haría un animal salvaje,
Mordiendo como lo haría una bestia hambrienta.


Gabriela.

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