Parte IV
Le ardía la garganta, no sabía. Encerrada en el baño de una gasolinera, a media noche, lagrimeando lo que no pudo hace horas. Miró su rostro demacrado, pálido, ojeroso y casi fantasma. Shana no supo si era ella la que, llorona, se reflejaba en el espejo. Julián sabía que ya no era ella. No la de antes...
—Pero aún soy... ¿Verdad? —La Shana del espejo le sonrió; media mueca rota, cínica, maliciosa y sádica. Y casi escuchó la risa entre dientes de su reflejo, mofándose de ella.—Sólo tenemos a Julián, no lo echemos a perder. Tú... No podría sobrevivir sin él. No soy... No somos nada sin él. ¡No lo jodas ahora!
El silencio que le respondió fue punzante, y le dolió tanto como los nudillos rotos. Shana no sabía... Se preguntaba, pero no sabía.
—¿Shana? ¿Qué... —Entró Julián, con la preocupación precavida pintada en el rostro. Una mueca que Shana le había aprendido recién.—¡Shana, tu mano! ¿qué sucedió?
Aspiró profundo, reconociendo la hediondez del lugar; el olor de Julián después: sudor y desodorante de menta, algo de su gel para el cabello, y la tierra húmeda en la suela de sus zapatos. Algo de cloro, desinfectante de limón. Y al fondo, casi camuflado, el hedor de su sangre.
—¿Estás bien?
Miró al lavabo, manchado y sucio, cubierto de esquirlas de vidrio. Se lavó la sangre, presionando después los nudillos limpios contra su camisa. No quiso mirarse en el espejo destrozado, no quería saber de la Shana en el espejo. Tragó saliva, y le urgió abandonar aquel apestoso baño. Julián cubrió sus hombros con un brazo, besándole la mejilla cariñoso y precavido.
No tiene que ser precavido conmigo, pensaba mientras cruzaban la puerta. Pero Shana no sabía... Porque escuchó a la otra como reía estruendosa desde el espejo roto, porque le ardía la garganta, porque el hedor de su sangre le sabía bien. Y porque Julián estaba cerca, pero precavido.
¿Hasta cuándo seguiré siendo Shana?